El peor Presidente en el peor momento es una conjunción rara, pero es el caso de México. Irónico, además, al tratarse de una persona soberbia y con ínfulas de historiador. Andrés Manuel López Obrador es la peor clase de ignorante: el que cree saberlo todo. Insoportable en una reunión de amigos o fiesta familiar, pero desastroso como gobernante. Además, con un ego igualmente desproporcionado, de tal tamaño que colocó a su gobierno a la par transformacional de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Su lugar en la historia, a sus ojos, está al lado de Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero y Lázaro Cárdenas.
La realidad será más cruel para su persona, y sobre todo para aquellos que por desgracia hoy desgobierna. Al paso que va, la historia lo colocará junto con Antonio López de Santa Anna, Victoriano Huerta, Luis Echeverría y José López Portillo. Porque lo que sería una profunda recesión económica probablemente lo convertirá en una depresión (esto es, una contracción superior al 10 por ciento). Su obsesión en contra del déficit en las finanzas públicas y el endeudamiento, algo positivo en tiempos de prosperidad, es letal en tiempos como los actuales.
El resultado es el dispendio de recursos de la nación más grave quizá en toda la historia de México como país independiente, un derroche que un Congreso con un mínimo de respeto por su papel como freno y contrapeso debería estar investigando y tratando de contrarrestar. Legisladores con un compromiso real con la ciudadanía ya estarían planteando con seriedad el hacer un juicio político al inquilino de Palacio Nacional ante una política criminal. No hay otro adjetivo para una política pública que prioriza el gasto para extraer un petróleo que (literal) en días pasados algunos no querían ni siquiera regalado, y en cambio no dota de equipos y material de seguridad a un personal sanitario que está siendo diezmado por el coronavirus, aparte de la población en general.
Pero la ciudadanía no solo entregó al tabasqueño la presidencia, sino una chequera en blanco que incluyó un Congreso sumiso y complaciente. Nada nuevo para los mexicanos que recuerdan el priato más abyecto, pero deprimente dado el retroceso tan severo que implica para una joven democracia.
Ante una economía que se hunde, una recaudación tributaria que se desploma, el Presidente se obstina en mantener a sus elefantes blancos en crecimiento: Pemex, Dos Bocas, Santa Lucía y Tren Maya. Para sus locuras personales siempre habrá dinero, y por ello el saqueo de los fideicomisos del gobierno federal, como siempre con el pueril pretexto de la corrupción. López Obrador roba a su propia administración, abriendo agujeros en los que caerá más adelante, con tal de disimular un menor déficit público. Fiel a su estilo, destruye y luego improvisará.
La mejor salida histórica para AMLO es paradójica: debería de presentar su renuncia inmediata con cualquier pretexto (la salud siempre siendo una alternativa con cierta credibilidad), dada su manifiesta incapacidad para ejercer el cargo.
Lástima que, como suele ocurrir, la soberbia nuble la mente obradorista. Porque hasta un historiador aficionado puede ver el futuro de resentimiento entre una ciudadanía que se habría sentido engañada, robada y traicionada. Como había personas que ladraban a López Portillo cuando entraba a un lugar público, habrá personas que griten '¡fuchi, caca!' a AMLO cuando ya no tenga ese poder que tanto buscó y para el que ha demostrado ser singularmente incapaz.
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