Un periodista preguntó a Harold MacMillan, Primer Ministro del Reino Unido, lo que más temía como gobernante. “Lo inesperado, estimado muchacho, lo inesperado”, fue la respuesta. Andrés Manuel López Obrador contestaría que el pueblo lo apoya y que gobernar no es problema, que de hecho es algo sencillo, cuando se cuenta con una coraza moral como la suya. Son las palabras que marcan el abismo entre un estadista visionario y un gobernante limitado a sus ideas preconcebidas.
Un MacMillan teme a lo que no sabe, AMLO cree que lo sabe todo. Tiene la peor mezcla posible en un líder político: no solo es soberbio, sino que también ignora que es un ignorante. Al contrario, es un mesías que ante todo muestra certeza y aplomo. La mezcla es letal cuando se agrega que los votantes mexicanos le entregaron un poder inmenso, y que ajusta a la perfección con su talante autoritario. Desde diciembre 2018 a México lo gobierna un autócrata, con un gabinete de títeres cuyos hilos mueve con absoluto descaro, así como un Poder Legislativo que se doblega ante sus deseos con una falta de pudor que no se veía desde los tiempos del priato más abyecto.
Hace pocas semanas que AMLO pronosticaba un año 2020 sin problemas. Hoy la economía global se tambalea ante el avance del COVID-19, y el tropezón igual será formidable. Por supuesto que semejante amenaza no altera a un hombre que creyó que por decreto podía crear un sistema de salud escandinavo de la noche a la mañana. Una y otra vez, el tabasqueño ha demostrado que no pierde el temple cuando las circunstancias le son contrarias. No planea para la adversidad, porque esta no entra en sus cálculos. México está preparado para la emergencia sanitaria, afirma contundente, y en su mente (esa realidad alterna en la que con frecuencia vive) por supuesto que así es. Nada lo convencerá de lo contrario.
El sistema de salud público mexicano de por sí era precario; el golpeteo al que ha sido sometido lo ha debilitado todavía más. Con el pretexto de combatir la corrupción, se ha desarticulado la compra y distribución de medicamentos, mientras que el acoso y despido de directivos en el sector ha erosionado la moral de sus médicos. Esta es la infraestructura (dañada) y el personal (desmoralizado y con equipo inadecuado) que dará la bienvenida al estallido del coronavirus en México. El principal propagador de ese virus será un gobierno que considera que nada hay para alarmarse.
Puede esperarse una absoluta tranquilidad por parte del Presidente de la República, que no va a pestañear ante los enfermos y muertos a causa del virus. Es improbable que diga que la enfermedad es producto del neoliberalismo, o que es utilizada por los conservadores para atacarlo. Pero puede vislumbrarse a un titular del Ejecutivo que mostrará, de nuevo, una impactante indiferencia ante el dolor que trajeron sus políticas.
El inquilino de Palacio Nacional no ha tenido empacho en dejar a niños sin quimioterapias, a enfermos de VIH sin tratamientos, a mujeres sin pruebas para la detección de cáncer. Las decenas de muertos en Tlahuelilpan tampoco hicieron mella en la coraza presidencial. Una política pública que trae muertos y sufrimiento no es descartada, sino enaltecida como parte de una transformación histórica.
Mientras el mundo improvisa y reacciona con la mayor rapidez posible ante lo que puede convertirse en una pandemia, el Ejecutivo mexicano destaca por su pachorra. La personalidad del sociópata será más fuerte que el virus.
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