La pregunta no es si será recesión lo que sufrirá México, sino si será una recesión o una depresión económica.
Cada nuevo pronóstico al respecto presenta una cifra que se adentra más en terreno negativo. Antes de que estallara el COVID-19 como pandemia global, se esperaba un crecimiento ligeramente positivo, entre cero y 1.0%. Ya se habla de cifras cercanas a -5.0%, que probablemente serán vistas como optimistas en pocos meses.
El territorio por el que transita ahora la economía mundial es desconocido en la historia de la humanidad. Es la primera pandemia de la globalización moderna, el tiempo de los viajes de una punta a la otra del globo se miden en horas, en que el dinero se transmite en segundos, y las cadenas de producción abarcan muchos países.
La pesadilla tan temida arrancó a fines de 2019 y golpeará con fuerza en 2020. Lo inimaginable ocurre: calles de grandes ciudades vacías, país tras país que cierra de golpe sus espacios aéreos, sistemas de salud de países avanzados al borde del colapso, o en los hechos rebasados.
El peor Presidente posible
Andrés Manuel López es el peor Presidente que podría haber tenido México en estas circunstancias. Se considera un experto en todo, y se rodea de subordinados que lo único que muestran en público es reverencia y subordinación ante su persona (lo de la “fuerza moral y no de contagio” por parte del subsecretario de Salud es histórico).
Es un mesiánico que se cree llamado a encabezar una transformación nacional, y por ello se considera invulnerable. Como joven adulto su ecosistema político fue uno en que el Presidente de la República era un ser omnipotente. Es un sistema que ha recreado, sin entender las limitaciones de la economía… o las pandemias.
Una característica asociada al mesianismo es la rigidez mental. Un mesías no admite errores porque por definición no los comete, no corrige su estrategia porque esta es la mejor posible. Las ideas económicas de AMLO sin inamovibles, y lo ha demostrado con claridad en estas semanas recientes. Mientras que el panorama global ha cambiado dramáticamente, el tabasqueño sostiene que sus acciones han sido mostradas como correctas.
Destacadamente, el desplome del precio del petróleo fue recibido como algo que muestra que México debe producir más y refinar más. La lógica nunca predomina en la mente obradorista cuando la realidad va en su contra; al contrario, la tuerce para adaptarla. Dijo que Pemex tiene campos en que producir crudo cuesta cuatro dólares el barril, y al parecer tomó la cifra como una generalización que permite argumentar que sigue siendo un gran negocio.
Las pérdidas astronómicas de la paraestatal en 2019, y que todo indica serán mucho mayores este año, al parecer son un elemento irrelevante cuando se trata de la soberanía nacional. Pemex, así, se desploma en tanto el Presidente (falsamente) presume que bajó la gasolina por orden suya. Las consecuencias son imprevisibles, pero para AMLO todo se encuentra bajo control gracias a su estrategia de “rescate” tras las décadas de embate neoliberal.
El conservador fiscal
La paradoja es que AMLO es un conservador en otra área de la política económica: la fiscal. Quizá producto de haber vivido bajo la sombra de la crisis de la deuda de 1982-1989, detesta la noción del endeudamiento público. Reducir la relación deuda/PIB, o por lo menos mantenerla estable, es una obsesión. El resultado es un conservador fiscal que, en estos tiempos que asoma una brutal recesión, recuerda a Herbert Hoover en los Estados Unidos, otro Presidente que se mostró incapaz de mudar sus ideas ante el cambio radical de circunstancias.
El desplome económico abrirá un agujero enorme en las cuentas fiscales originalmente proyectadas por Hacienda, y ese hoyo será todavía será mayor ante la necesidad de rescatar (financieramente, no en retórica soberanista) a Petróleos Mexicanos.
Solo por esos hechos, tratar de mantener cierto equilibrio en las cuentas públicas sin endeudamiento tendría un impacto profundamente negativo, porque implicaría recorte al gasto en un momento que necesita expandirse para compensar un desequilibrio que será enorme. Mientras que tantos países anuncian paquetes de estímulo fiscal, préstamos, apoyos financieros, de magnitudes nunca vistas, el de Estados Unidos ya anda en los 1.2 billones (trillón en inglés), por parte del gobierno mexicano puede esperarse una política fiscal perversa.
El domingo 22 de marzo en Oaxaca (evidentemente de gira como si nada pasara), AMLO por primera vez pronunció las palabras “crisis económica”. El contexto fue ilustrativo: fue para decir que no podía prometer que se ampliara la carretera Oaxaca-Tuxtepec, debido a esa crisis. Exactamente la receta opuesta a lo que tantos países harán: ampliar el gasto, por ejemplo con obras de infraestructura (una vez que termine la pandemia, claro).
Es la hora del Banxico
La única alternativa viable que queda en la caja de herramientas de la política económica es la monetaria, y en tiempos extraordinarios se necesita de medidas extraordinarias. El Banco de México debe hacer lo que tantos otros bancos centrales del mundo (desde la Reserva Federal de Estados Unidos hasta el Banco de Reserva de la India, pasando por el Banco Central Europeo) ya están haciendo: inyectar masivamente dineroa la economía.
Comprando deuda del propio gobierno, de empresas, deuda con toda clase de colateral, la clave es que Banxico aplique un agresivo programa de expansión monetaria (quantitative easing, en inglés). Porque es parte del mandato clave que tiene todo banco central: el ayudar al pleno funcionamiento de la cadena de pagos.
Porque también tiene como objetivo ayudar a conservar la estabilidad y solidez del sistema financiero nacional. Y porque la expansión monetaria del Banxico ayudaría a evitar una contracción monetaria por parte del sector privado. Por eso no sería algo inflacionario, y no estaría implementando una política que fuese en contra de su mandato más importante: una inflación baja y estable. Eso no peligra, sino que en todo caso se evita una inflación excesivamente baja por la recesión (o incluso una deflación), algo que también debe evitarse.
La independencia del banco central es fundamental en ello, porque tiene la autonomía operativa para tomar esa clase de decisiones. Banxico no se estaría aventurando en aguas desconocidas, sino ya caminos recorridos en la crisis de 2008-09, en que el pionero fue Ben Bernanke (de la Reserva Federal, y estudioso del desastre económico que fue la Gran Depresión), y que además fue exitoso.
Banxico no necesitó entonces de recurrir a un programa propio de expansión monetaria porque el sistema financiero mexicano estaba en buen estado (no había caído en la locura de hipotecas basura o instrumentos financieros que resultaron tóxicos), aparte de que el Gobierno Federal sí implementó una relajación fiscal a partir de 2009, incluso modificando para ello la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria.
El Gobernador Alejandro Díaz de León debe ponerse el saco de Ben Bernanke en la mayor medida posible. El abundante capital intelectual del instituto central debe enfocarse en diseñar instrumentos que ayuden a canalizar la expansión monetaria, a falta de una Secretaría de Hacienda maniatada a la voluntad presidencial.
Ya el viernes 20 de marzo hubo un paso significativo por parte del Banxico al romper su calendario de anuncios de política monetaria (como hizo la Reserva Federal días antes) y anunciando una reducción de medio punto porcentual en la tasa de interés objetivo, a un nivel de 6.50%.
Romper el calendario fue heterodoxia para el estándar del Banxico, pero menor comparada con lo que ahora se requiere. Es de suponerse que los Subgobernadores nombrados por López Obrador (Jonathan Heath y Gerardo Esquivel) serán particularmente entusiastas para pensar fuera de la caja monetaria tradicional, sobre todo porque es un camino ya probado hace más de una década.
Con un Gobierno Federal, enorme paradoja, atado a lo que resulta ser el más rancio y superado conservadurismo fiscal, el Banxico debe estar a la altura de las circunstancias.
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