Uno concedió contratos a cambio de mucho dinero, el otro recibe mucho dinero prometiendo que hará el bien. Millones pasaron o pasan por sus manos, con un manejo por completo discrecional. Uno operó en la oscuridad, con la discreción que demanda hacer favores ilegales, el otro a plena luz con la certeza que otorga el poder. A uno llegaron empresarios ofreciendo dinero, el otro convoca a empresarios para pedirles dinero.
Uno es Emilio Lozoya, por cuatro años poderosísimo director general de Petróleos Mexicanos, miembro del primer círculo del presidente Enrique Peña Nieto. Ahora reside en un lugar poco habitual para alguien acostumbrado al lujo: una prisión española.
El otro es Andrés Manuel López Obrador, el sucesor de Peña como presidente de México, y que como tal vive y despacha en Palacio Nacional, rodeado de una opulencia que contrasta con la humildad que siempre mostró en su actuar público durante décadas, sobre todo los 14 años ocupados en hacer campaña para poder ceñirse la banda presidencial.
Los dos en distintos momentos han proclamado su honradez más absoluta, que nunca han incurrido en corruptelas. Son López y Lozoya, diferentes caras de ese México pasado y presente y, todo lo indica, futuro. El México en que una posición de poder es un permiso para acumular recursos y utilizarlos a placer, en lo propio o lo ajeno, en lo oscuro o a plena luz del día, con la necesaria discreción o el desparpajo más absoluto, en los reflectores de la campaña o incluso de Palacio Nacional.
Lo de Lozoya Austin es una corrupción más clásica: el dinero para hacer más dinero, el pago a una cuenta personal para lograr el jugoso contrato por parte de la empresa. Fue el uso discrecional de una empresa que en teoría pertenece a todos los mexicanos para otorgar contratos que serán necesariamente más onerosos porque deben incluir las tajadas previamente pagadas, aparte de obras quizá mal hechas. Dinero que probablemente se repartió en otras manos privilegiadas, entre colegas del gabinete o el propio presidente Peña. Odebrecht fue un huracán que derribó gobiernos en América Latina y encarceló políticos de altos niveles, pero que en México fue apenas una leve brisa que no despeinó a nadie… hasta ahora.
Los esquemas obradoristas son diferentes. El derecho de piso, como acertadamente lo llamó ayer en estas páginas Macario Schettino, fue descarado, con una hoja puesta a disposición de los empresarios para indicar el monto de su contribución a la rifa de un avión que realmente es una rifa de efectivo. De 20 a 200 millones de pesos. A cambio de unos tamales, en minutos, el Presidente logró compromisos, según dijo, por mil 500 millones. Todo fue un ejercicio totalmente voluntario, enfatizó el titular del Ejecutivo.
No es novedad que AMLO pida dinero voluntario en aras de ayudar, aunque en este caso se agrega el descaro de que esos recursos se supone serán para algo en que su gobierno ha 'ahorrado': aparatos médicos y medicinas (golpeando sobre todo a los más pobres). Un esquema similar y no tan lejano en el tiempo fue cuando, como candidato, estableció un fideicomiso para ayudar a las víctimas del terremoto de 2017. En todo momento, el uso absolutamente discrecional de dinero en abundancia que vino, se supone que voluntariamente, de otros.
Lo fundamental del México en que Lozoya vivió su esplendor y el que hoy gobierna López Obrador es el gatopardismo de la corrupción: todo cambia para que todo siga igual.
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