Su camino a la presidencia se construyó con bloqueos y manifestaciones. Doblegó o violó la ley con impunidad durante más de dos décadas. Fósil de la UNAM en licenciatura, su verdadera profesión fue aprender el uso de la presión y violencia callejeras. Su maestría fue en chantaje, el doctorado en demagogia autoritaria. Hablaba el lenguaje de la democracia porque constató que las urnas eran el único camino a Palacio Nacional (su berrinche de 2006 lo condujo solamente al ridículo). Ya en el poder, lo utiliza sin pudor para aplastar a todo aquello que representa un obstáculo a su autoridad. El frustrado golpista hoy golpea, incansable.
Las leyes son reinterpretadas a su gusto de ser necesario, rechazadas como injustas en casos extremos. Como tantos dictadores, proclama que la fuente de la justicia queda depositada en la sabiduría del pueblo bueno, con su persona como intérprete.
Por ello Andrés Manuel López Obrador no es el Presidente de un país de leyes, es el cabecilla que ordena entregar plazas de profesores a secuestradores, el rijoso líder que se identifica con sus acciones de violencia y se reconoce en esos 'luchadores'. Como con las leyes, selecciona a su gusto, y determina lo que es chantaje y lo que representa una legítima demanda social. Si los sindicatos universitarios emplazan a paro buscando más presupuesto, se trata de un chantaje al que no cederá; aquellos que secuestran a decenas de personas reciben trato de privilegio. Serán los futuros maestros de los niños más pobres del país, con trabajo asegurado de por vida y sin supervisión alguna.
López Obrador tuvo como enemigas, por décadas, a las fuerzas de seguridad y orden. Ahora que manda sobre ellas no titubea en neutralizarlas cuando considera que la causa lo requiere, y las causas son numerosas. Porque combatir el crimen es costoso en términos de reputación y requeriría de una estrategia que nunca se molestó en desarrollar. La lección de la breve batalla contra el huachicoleo en los inicios de su gobierno le enseñó a no ponerse a las patadas con rivales poderosos; mejor proclamar que ganó y no volver a hablar del tema.
El resultado es la destrucción de un aparato institucional y el hundimiento del país en la discrecionalidad del autoritario. Mientras que se amenaza con prisión y despojo de la propiedad sin condena judicial a unos (por cuestiones fiscales), estalla el crimen porque el Presidente sigue ofreciendo abrazos y no balazos. El anuncio reiterado es que el uso de la fuerza, lo que debería ser un monopolio del Estado, ya tiene muchos competidores. El extorsionador, secuestrador o asesino puede esperar una bandera blanca o incluso un premio, sobre todo si se considera que su situación es de marginación o pobreza. Otros, los empresarios o funcionarios fifís, serán acosados sin piedad si osan enfrentarse al Ejecutivo.
López Obrador no se da cuenta de los cuervos que está criando, de los tigres que está alimentando y de los que tanto advirtió durante su campaña. Porque una lección en su largo periplo de líder de protestas y bloqueos le pasó de noche: un extorsionador siempre querrá más, y si acaso solo ofrece su lealtad en tanto recibe algo a cambio. Aquellos que se acostumbran a trasgredir la ley con impunidad aprenden que traicionar es parte del camino. El Presidente de la República no solo está destruyendo al país, sino sembrando fuerzas que probablemente lo retarán, destruyendo (más) lo que será un pavoroso legado.
0 Comentarios