México es el Titanic, AMLO el capitán, Pemex el iceberg. (Arena Pública)



La paraestatal es una piedra de molino que la administración obradorista se ha colgado al cuello en aras de una mal entendida soberanía. La historia se repetirá.


El presidente Andrés Manuel López Obrador; el director de Pemex, Octavio Oropeza; y la secretaria de Energía, Rocío Nahle; en conferencia de prensa el 19 de marzo pasado (Foto: lopezobrador.org.mx)
El presidente Andrés Manuel López Obrador; el director de Pemex, Octavio Oropeza; y la secretaria de Energía, Rocío Nahle; en conferencia de prensa el 19 de marzo pasado (Foto: lopezobrador.org.mx)
Pemex es un símbolo de la administración lopezobradorista en muchos sentidos.
Para el Presidente, es una empresa estatal a la que era imperativo salvar de las destructoras garras del neoliberalismo, con el fin de relanzarla como una “palanca de desarrollo” de la economía nacional.
Durante toda la campaña, desde el primer día de su mandato, AMLOapostó a Pemex. Sin titubear, colocó muchas de sus fichas en dos casillas: producción de crudo y refinación. La segunda casilla tenía un objetivo claramente soberanista: aumentar en forma notable la producción de gasolinas, con el objetivo de dejar de importarlas. Para el titular del Ejecutivo, es una afrenta que un país petrolero tenga que estar importando la gasolina, sobre todo de Estados Unidos. Además, producirla en México le permitiría, ofreció reiteradamente, abaratar los combustibles.

Regreso al pasado
Pemex es un símbolo en otro aspecto: marca la pasión obradorista por una edad dorada que existe solo en su mente, y que alcanzó su cúspide a fines de la década de 1970. El tabasqueño ya era un adulto, 23 años, cuando inicia el boom petrolero, en 1977.
Un boom que implicaría, notablemente, un fuerte crecimiento para estados como Tabasco y Campeche. Vivió esos años en la región, y al parecer quedó impresionado de lo que una materia prima con precios en la estratósfera puede hacer por una economía (local). El posterior desastre, con la petrolización de la economía, un brutal endeudamiento, la dependencia fiscal de los ingresos petroleros (que realmente se eliminó hasta 2014), y la crisis económica causada por la deuda y la baja en los precios a partir de 1981, al parecer le pasó de noche. Tampoco percibió, aparentemente, el desastre que fue la apuesta de Hugo Chávez por el petróleo y que hundió a Venezuela.
La pasión por el trapiche como forma de producción, de los caminos pavimentados a mano, son otros elementos de esa pasión de AMLO por retroceder en el tiempo, pero en nada se equiparan (por su importancia) con su fervor por el petróleo. Ello llevó a un cambio radical en la estrategia con respecto a Pemex:
* Cerrar por completo las puertas a la inversión privada en actividades como exploración y producción;
* Reconfigurar las seis refinerías existentes, para aumentar considerablemente su capacidad de refinación, abandonando el modelo peñista de reducir su actividad, dadas las enormes pérdidas financieras que ello implicaba. Además, lo más publicitado, y costoso, construir una nueva refinería en su estado natal.
AMLO necesitó colocar a cargo de su visión a personas tan fervientes estatistas, y alérgicas al sector privado, como el mismo. Tal fue el caso de Rocío Nahle, al frente de la Secretaría de Energía. Para Pemex escogió a quien ha sido un aliado político suyo por décadas y con completo desconocimiento del sector petrolero: Octavio Oropeza, agricultor y ganadero. Ambos garantizaban, por lealtad e ideología, la convicción de que podía alcanzarse lo propuesto por el Presidente. Nada de voces expertas incómodas o, peor, disidentes.

La primera apuesta
La refinería bien puede terminar siendo un costoso desastre, como fueron la Abreu y Lima en Brasil o la (inconclusa) Refinería del Pacífico en Ecuador. Eso está por verse, aunque es prácticamente un hecho que no estará produciendo gasolina en junio 2022, la meta oficial, y menos costará solo ocho mil millones de dólares. Pero por el momento la apuesta visible es la producción de crudo.
Y es la apuesta en la que han puesto sus ojos las calificadoras internacionales de deuda, una de las métricas (aparte de las finanzas de la empresa, por supuesto) bajo permanente escrutinio, y que demostraría si el gobierno es capaz de cumplir con sus metas, o no.
La visión obradorista que reprodujo Romero Oropeza fue que había que perforar a toda velocidad en aguas someras, esto es, invertir dónde se sabía que había petróleo y costaba menos extraerlo. Parecía simple. Por supuesto, argumentando que ello se haría con eficiencia y sin corrupción, la receta mágica de AMLO para todos los males de la política pública. En su momento de mayor ensoñación al respecto, al inicio de su sexenio, incluso expresó su esperanza de que pudiera resucitarse al gigantesco campo de Cantarell.
Esto fue al presentarse lo que se denominó como el “Plan Nacional de Hidrocarburos”, apenas a dos semanas de iniciado el gobierno. En el mismo evento, el flamante Director General de Pemex hizo una aventurada promesa:
"Señor presidente: En cumplimiento de sus instrucciones, estamos listos para arrancar esta nueva etapa en la empresa. En 2019, estabilizaremos la producción con un repunte al final de año para continuar incrementándola en los subsecuentes".
El “Plan” (en realidad una serie de discursos y un video colgado en YouTube) no presentaba cifras, pero una de sus pocas imágenes proyectando el crecimiento de producción es ilustrativa de lo que se pretendía lograr en 2019.


Por ende, 2019 sería el año de estabilidad en la producción y, al cierre del año, se iniciaría el despegue. A medida que pasaba el año recién concluido, la realidad mostró ser más complicada. Comparando con noviembre 2018, el último mes del sexenio peñista, la mayoría de las ocasiones la producción de crudo era inferior, mientras que cada mes mostraba una clara caída con respecto al mismo mes del año anterior, si bien marcando una baja cada vez menor a partir de abril. Ningún repunte –excepto hasta el mes de diciembre, en que aumentó, si bien en 0.1%. Evidentemente, la producción del año cayó.
Cuando Pemex por fin presentó su Plan de Negocios, en julio 2019 (tras un considerable retraso), se tuvo que considerar esa terca realidad. Para ese año ya se pronosticaba una clara caída con respecto a 2018, de 1,823 miles de barriles diarios (mbd) a 1,707 mbd.


Las cifras de la Comisión Nacional de Hidrocarburos mostraron una cifra que tampoco llegó a lo ofrecido en julio: un promedio en el año de 1,679 mbd, una caída de 7.4% con respecto a los 1,813 mbd (la cifra actualizada por Pemex) de 2018. La primera apuesta va, claramente, perdiéndose.

 

El riesgo de las calificadoras
La producción claramente a la baja se agrega a otros elementos negativos de Pemex: la impericia de su equipo directivo queda confirmada, las noticias sobre bases de datos hackeadas o permanentemente dañadas, que se agregan a las fallas de pagos a proveedores.
La única buena noticia para las calificadoras, que no es menor, es que el Gobierno Federal ha inyectado capital a Pemex, ayudando a una reducción y refinanciamiento de su deuda externa. Es improbable que ello sea suficiente para evitar una rebaja en la calificación crediticia de la petrolera (que sigue siendo la más endeudada del mundo). Ello la llevaría a convertirse en lo que se conoce en los mercados financieros internacionales como un “ángel caído”, golpeando a su vez la calificación crediticia de México.
El hecho es que la paraestatal es una piedra de molino que la administración obradorista se ha colgado al cuello en aras de una mal entendida soberanía. La historia se repetirá, primero como tragedia y de nuevo como tragedia. Como ocurrió con José López Portillo, AMLO es el capitán y responsable del timón, siguiendo exactamente la misma ruta fatídica de navegación (y de negación ante la terca realidad). México es el Titanic, y Pemex es el iceberg.

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