Fue un lovefest. El presidente con la cúpula del Consejo Coordinador Empresarial. Se lanzaron retos, ofrecieron ayuda, abrazaron sonrientes. Sería de festejar, despertaría el optimismo, si las acciones presidenciales respaldaran sus dichos.
Porque López Obrador es el presidente más antiempresarial desde Luis Echeverría. No se cansa de acusarlos de corruptos, ineficientes y abusivos. Su gobierno es impoluto, el sector privado florece en la podredumbre. Dice buscar que inviertan, pero cierra tajante el paso a ese dinero, particularmente en el sector energético. Critica como si tratara de criminales a los funcionarios públicos que, aunque muchos años hayan pasado, trabajan en el sector privado. Se erige en un Torquemada que los condena a la hoguera de la opinión pública (no tiene base legal para hacer otra cosa), con algún subordinado incluso leyendo una lista de nombres.
Es el mismo presidente que dijo le sería prioritario “no afectar la economía de las empresas, porque es afectar la economía del país”. También el mismo que canceló un aeropuerto futurista escudándose en una farsa de 'consulta popular', quien dijo que no habría más concesiones para que empresas privadas puedan explorar y explotar petróleo del Estado mexicano (pagando derechos e impuestos) porque las existentes habían invertido poco y producido menos. Es el titular del Ejecutivo que habla con ensoñación de la industria eléctrica previa a 1992, cuando una empresa privada no podía generar un solo kilowatt de electricidad.
Si algo ha aprendido un inversionista nacional o extranjero en estos meses, es que no puede confiar en las palabras de López Obrador o sus funcionarios cuando los hechos (lo que vale) van en dirección contraria. Esa desconfianza se manifiesta en dinero que mejor se guarda o lleva a otra parte. Es uno de los principales factores que implica la fuerte desaceleración económica que ya se experimenta.
Mientras que el Banco de México rebanó seis décimas de punto porcentual a la expectativa de crecimiento para 2019 (el punto medio pasó de 2.2 por ciento a 1.6 por ciento), AMLO y empresarios 'acordaban' que harían lo necesario para lograr eventualmente un incremento anual de 4.0 por ciento del PIB, aparte de acabar con la pobreza extrema y la corrupción en el sexenio. La corrupción fue el reto que el presidente lanzó a los líderes empresariales, de nuevo implicando que era el sector privado el origen del problema.
Cuando se plantean ilusiones tarde o temprano se acaba desilusionado. Probablemente los empresarios están buscando llevar la fiesta en paz, mostrando buena cara ante la tempestad sexenal. Quizá López Obrador genuinamente entenderá que el gobierno es un mal administrador, que un burócrata que maneja dinero ajeno tiene el incentivo de enfilarlo a su bolsillo, o que la voluntad presidencial no es suficiente para impulsar el PIB. Lo más probable es que, más pronto que tarde, acabe culpando a los empresarios de sus propios fracasos.
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