En México y Reino Unido, hay evidencia de que la cruda realidad no debe ser sustituida por la demagogia.
Los populistas se regodean en la demagogia. Les es natural como herramienta para llegar al poder y tratar de perpetuarse en el mismo.
No se trata de gobernar basado en razones, sino en sentimientos; no apelan a la inteligencia en el colectivo ciudadano, buscan extraer de esa masa un aplauso sin crítica. Las decisiones pueden ser miopes, cortoplacistas, incluso contrarias al bienestar común, pero contarán con ese aplauso. Durante la campaña las promesas suelen ser desaforadas, incluso ajenas al menor realismo; en el gobierno las acciones se justifican con la premisa de actuar en nombre del pueblo.
Todo gobierno electo representa, por supuesto, a ese pueblo que acudió a las urnas. Pero el demagogo invoca constantemente la voluntad popular como fundamento para sus acciones. No es que sea un representante de la ciudadanía, es que la encarna. Como han dicho tantos de ellos a lo largo de la historia, en un arrebato de mesianismo: “ya no me pertenezco, soy un humilde servidor de todos ustedes, mi amado pueblo”.
El desastre del Brexit
Difícilmente se puede acusar de demagogo a David Cameron, el Primer Ministro que convocó en 2016 al referéndum preguntando a la ciudadanía si el Reino Unido (RU) debía abandonar la Unión Europea. Había hecho la misma jugada en 2014 con un referéndum en que los escoceses determinaron seguir como parte del RU. Le salió bien. Había enfrentado un reclamo histórico que otros pueblos de Europa (como catalanes o flamencos) desearían para sí. Apostó y ganó.
Pero si Cameron no era un demagogo, sí lo fueron varios líderes del Brexit, que no dudaron en mentir como bellacos para atraer votos. En uno de los momentos estelares de la campaña (por decirlo de alguna manera) uno de ellos dijo que había que ignorar a los “llamados expertos” que argumentaban que la cosa no sería tan sencilla.
Y emergió una peculiar coalición de ultra liberales, que odian las regulaciones de la UE, de nacionalistas británicos, y de xenófobos resentidos por la masiva inmigración que el RU había experimentado por décadas (y que había traído consigo un considerable beneficio económico).
Cameron buscó ofrecer a los llamados euroescépticos de su Partido Conservador un mecanismo para ventilar sus frustraciones, como a los nacionalistas escoceses, y de esa manera lograr un partido más unido (una nación más unida) tras la victoria. Pero perdió, lo que motivó su renuncia, quedando en su lugar Theresa May.
La Primer Ministro ha intentado cumplir lo que ella llama el mandato popular una y otra vez, al parecer incluso dispuesta a aceptar un desastre económico incierto (dadas las numerosas interrogantes) de una salida del RU de la Unión sin siquiera tener mecanismos acordados para esa salida.
No es posible saber cuál será el futuro británico sobre el Brexit. Casi es un hecho que la fatídica fecha de salida, 29 de marzo, será postergada. Puede haber un segundo referéndum (lo que sería ideal, al menos los demagogos ya no podrían retomar sus cuentos) o incluso May puede optar por renunciar, o convocar a nuevas elecciones.
Lo que sí ha sido hasta hoy es evidencia de que la cruda realidad no debe ser sustituida por la demagogia.
Consultas gansito obradoristas
Al menos el referéndum del Brexit tuvo la virtud de ser verdaderamente democrático en su ejecución. Había un tinte demagógico fuerte, el plantear en una pregunta sencilla ante una situación extremadamente compleja, pero hubo una campaña en toda regla y, por supuesto, la propia votación fue masiva y abierta.
El presidente López Obrador, en cambio, es el demagogo consumado. Una decisión que definitivamente no debe someterse a consulta –continuar con la construcción de un aeropuerto, poner en funcionamiento una termoeléctrica– la incluye sin empacho en una papeleta. No hay la menor seriedad en el proceso de campaña o votación, que es una farsa de principio a fin, por completo ajeno a las autoridades electorales.
Esto aparte de que se conocía el resultado de antemano: AMLO estaba por cancelar Texcoco, y había manifestado su preferencia porque Huesca entrara en operación. En el primer caso no le importó enviar a la basura decenas de miles de millones de pesos (por lo menos), mientras que en el segundo argumentó que no había que tirar “el dinero del pueblo”.
Lo peculiar sobre las consultas obradoristas es que su autor al parecer cree que genuinamente le otorgan un sello de legitimidad a esa decisión tomada de antemano. Pero nadie cita la locura de cancelar Texcoco como el resultado de una consulta popular, sino la sola voluntad del ahora Presidente, en contra de las recomendaciones de aquellos que sí eran expertos en el tema. Lo mismo ocurrirá con Huesca: será vista como una decisión unipersonal.
Solo los más fanáticos obradoristas argumentan que esos ejercicios son mecanismos, como en Suiza, de democracia directa.
Es por ello que las consultas patito (o gansito) del titular del Ejecutivo son el ejercicio más puro del demagogo: sin siquiera el decoro de un procedimiento que pudiese ser calificado remotamente de serio, llama al “pueblo” a manifestarse.
A nadie engaña, pero no importa, es parte de presentarse como un obediente servidor de las masas. La costosa paradoja, haciendo de la democracia una burla fingiendo ser demócrata, y habiendo llegado al poder con una legitimidad democrática gigantesca, probablemente le importe un comino.
@econokafka
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