De seguir por ese camino, lo que hundirá la presidencia de AMLO, como lo hizo con Peña Nieto, será la falta de resultados reales.
El Presidente no es un hombre de visión, sino con visiones –o, más bien, espejismos. Buscar el cimiento de un sueño guajiro es inútil. Andrés Manuel López Obrador lleva décadas construyendo castillos en el aire, y lo peor es que persiste en ello. Se le critica que sigue en campaña, pero la razón es simple: es el estado más cómodo para su persona, su zona de confort, en que critica y no gobierna.
La transición de la oposición a Palacio Nacional por eso sigue, muy despacio. El Presidente alterna entre la mañanera, las giras, los discursos y las decisiones. Antes criticaba las acciones del gobierno en turno, ahora mantiene que recibió una crisis o un cochinero. Puede que en buena parte sea cierto, pero lo que no puede es hacerse el sorprendido. Su victoria se la debe, en mucho, a la podredumbre del sexenio peñista. Si algo se cansó de gritar por años es que el país era un cochinero.
No es que AMLO no quisiera el poder, es que nunca planeó ejercerlo con las restricciones que impone la realidad. A lo largo de los años mantuvo la convicción de poder recrear al Tlatoani de sus años juveniles y temprana adultez.
Contra todo pronóstico lo logró: la ciudadanía le dio un mandato democrático aplastante. Logró recrear al PRI setentero, ahora llamado Morena, con El Señor Presidente de la República (con mayúsculas) en el centro, el astro rey del sistema político. No sólo en el centro, sino sin tener la necesidad de negociar con poderes dentro de su partido. El Movimiento de Regeneración Nacional es AMLO. Morena debe todo al líder, el líder nada a su (literal) partido.
Victoria obnubiladora
La arrolladora victoria quizá resultará finalmente dañina para AMLO, pues validó esa omnipotencia que sentía merecer. Desde entonces desbarró en mayor grado. Se consolidó la narrativa iniciada en campaña de la “Cuarta Transformación”. Los presidentes más recientes estaban bien para arrojar culpas, los comparativos en lo positivo eran con Juárez, Madero y Cárdenas. Un López Obrador de carne y hueso se presentaba como Presidente Electo entre los retratos de aquellos a los que emularía en trascendencia histórica.
Obnubilado en el triunfo consolidó en los largos meses de la transición la narrativa de esa presidencia omnipotente. Contra lo esperado, arrasó en el Congreso y elecciones locales. Aprobar leyes, fácil; modificar la Constitución, cuestión de pactar o comprar unos pocos votos. Los legisladores morenistas tomaron posesión en medio del grito de que era un honor estar con Obrador. Ni en el paroxismo echeverrista se esperaba semejante pleitesía. El ferviente creyente en el voluntarismo presidencial tenía todo para, precisamente, hacer su voluntad. En esa etapa sigue el Presidente: en la mezcla de campaña con decisiones voluntaristas.
La secta y los escépticos
De seguir por ese camino, lo que hundirá la presidencia de AMLO, como lo hizo con Peña Nieto, será la falta de resultados reales. El Presidente todavía tiene tiempo (un año, quizá un poco más) para decir que todo lo bueno es por su gobierno y todo lo malo por el cochinero heredado. Tiene, además, un grupo importante que no parecen ciudadanos, sino miembros de una religión. Para ellos el Presidente no comete errores, y reproducen fiel y acríticamente cualquier argumento obradorista. Es lo que hace a Morena más una secta (con su mesías) que un movimiento político.
Pero habrá millones que votaron por AMLO sin esa adoración. Cada promesa fallida implicará decepción. Y serán muchas porque el crimen no solo no desapareció en cuanto se calzó la banda presidencial, sino que aumenta (como era de esperarse, claro, pero eso prometió).
En dos o tres años no habrá un sistema de salud escandinavo, sino una red sanitaria pública colapsada porque el gobierno busca generalizar (y hacer gratuito) el acceso. Tampoco ha habido gasolina más barata. Ciertamente, el precio internacional del crudo ha subido, pero es el problema de ofrecer sin considerar las variables financieras internacionales. Los despedidos de muchos organismos de gobierno no están precisamente celebrando su voto, y muchos que votaron contra la corrupción peñista empezarán a cuestionar la corrupción pejista. Ese grupo son los escépticos.
Finalmente, estarán los cerros. Porque es el problema de decidir sobre las rodillas o hacer propuestas sin la menor planeación. El ejemplo más reciente es el futuro aeropuerto civil de Santa Lucía. Ocurre que hay un cerro que nadie había visto, y que afectaría el proyectado tránsito aéreo. Nada que unos miles de millones de pesos no puedan resolver, pero ocurre que uno de los argumentos contra Texcoco era el costo.
Lo mismo sucederá con la refinería de Dos Bocas en Tabasco, como ocurrirá con los programas clientelares (dizque sociales) del obradorismo. Despreciar la inversión privada en electricidad puede sonar muy bien a los obsesos del soberanismo energético, pero luego pueden llegar los apagones.
Porque la retórica, planes y ocurrencias de AMLO irán encontrando cerros en muchos caminos, no la senda recta y pareja que se esperaba para hacer un desfile en medio de aplausos. Cada uno de esos obstáculos (perfectamente previsibles) irá minando la credibilidad y el apoyo entre los escépticos.
El mesianismo basado en una ideología estatista siempre ha terminado mal. La “cuarta transformación” bien puede acabar tan desprestigiada como el “Socialismo del siglo XXI”. Y será culpa del que no vio o previó la existencia de los cerros, porque estos ya estaban ahí.
@econokafka
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