Lo peculiar del comportamiento del Presidente López Obrador está en su obstinación por imitar, en los hechos, un modelo fracasado.
No es Benito Juárez o Lázaro Cárdenas, por más que sus efigies hoy aparezcan en el logo oficial del gobierno. Ambos representan modelos en la retórica, más no en la realidad.
El patrón que sigue Andrés Manuel López Obrador ya en la presidencia es Luis Echeverría Álvarez, casi medio siglo (ocho sexenios) después de la toma de posesión del segundo. No es un modelo para presumir, ciertamente, dados los resultados obtenidos.
En eso radica lo peculiar del comportamiento presidencial: el obstinarse en imitar, en los hechos, un modelo fracasado. Pero la añoranza obradorista por la política económica de Echeverría y López Portillo aflora de manera constante en sus discursos. En ocasiones habla del “Desarrollo Estabilizador” (1954-72) como su ideal, sin ser específico, pero con frecuencia condena los “36 años de política económica neoliberal”.
Es el referente permanente del giro (en su opinión equivocado) que dio México, giro que ahora está empezando a corregir.
La visión obradorista del futuro está anclada en esa etapa dorada que solo existe en su imaginación. Parece que su meta es llegar a 1974, no 2024. Para alguien que presume de ser un estudioso de la historia de México, que dice aspirar a ser uno de sus grandes mandatarios, debería ser una ruta a evitar. Al contrario, son los pasos que sigue con absoluta convicción. Y no solo se trata de la política económica (en la medida que lo permite un entorno tan diferente), sino hasta del estilo personal de gobernar (como diría Daniel Cosío Villegas).
La visión obradorista del futuro está anclada en esa etapa dorada que solo existe en su imaginación. Parece que su meta es llegar a 1974, no 2024.
La pasión por el estatismo
La pasión por el Estado como actor en la economía, la suspicacia del sector privado, por no decir abierto rechazo. Era Echeverría, es López Obrador. Y no se trata de extranjeros, sino también de los empresarios mexicanos.
El gasto público como la herramienta transformacional para producir, distribuir o emplear. Cuando el Presidente habla de la “dependencia” de la Comisión Federal de Electricidad no habla de importaciones, sino de producción nacional, pero de empresas privadas. Quiere de nuevo una CFE “autosuficiente”, esto es, como aquella empresa que existía antes de 1992.
Cuando habla de no depender de importaciones de gasolinas, no quiere que las produzcan empresas mexicanas, sino las plantas petroquímicas de Pemex. Cuando habla de incrementar la producción de petróleo, no voltea a ver hacia empresas nacionales o extranjeras, sino de nuevo hacia Pemex.
Es el gobierno apoyando a ninis, pagando por pavimentar carreteras a mano (para emplear mucha mano de obra, un programa fracasado ya experimentado por Echeverría).
Ya no se trata de buscar la productividad, sino los recursos naturales, por supuesto con dinero público de por medio, sea produciendo petróleo o sembrando árboles. Es el escepticismo sobre ese ente extraño, el mercado, y la fe (no hay otra palabra) en que el gobierno podrá producir electricidad y gasolina más baratas.
Se trata de que los trabajadores mexicanos le entren, y un gobierno libre de corrupción hará el resto. Es, de nuevo, el estatismo económico echeverrista (y lopezportillista).
Es el escepticismo sobre ese ente extraño, el mercado, y la fe (no hay otra palabra) en que el gobierno podrá producir electricidad y gasolina más baratas.
El Presidente incansable
Luis Echeverría era incansable, lo mismo busca mostrar López Obrador. El gobierno era como un ente itinerante, gravitando en torno a El Señor Presidente. Eran las giras interminables, las juntas maratónicas, las decisiones trascendentes tomadas sobre las rodillas.
Si Echeverría gustaba de invitar a estudiantes a atender sus juntas, López Obrador tiene un escaparate mucho mayor: los medios. Las conferencias de presa matutinas ya están deviniendo en gobierno sobre la marcha. Ya no se trata de hacer anuncios y contestar preguntas, sino de gobernar ante las cámaras y micrófonos.
Como a Echeverría, es difícil imaginar a AMLO tras un escritorio, analizando propuestas o cifras. Más bien se le ubica en el templete, la gira, la marcha incesante, rodeado de funcionarios igualmente alejados de sus escritorios. El discurso constante, planeado o improvisado, como escaparate del pensamiento presidencial. El Presidente lanzando órdenes, supervisando obras como si su presencia fuese esencial para su avance.
El proyecto y sus enemigos
La enorme diferencia entre Echeverría y AMLO es su camino al poder. Echeverría fue el burócrata discreto, disciplinado, que se ganaba la confianza de sus jefes con eficacia. El tabasqueño llegó como opositor incansable, en campaña permanente, atacando siempre al gobierno del momento. Sí siguió por un tiempo la ruta del priista disciplinado, hasta que encontró mayores recompensas en la oposición.
Pero la semejanza ya en el poder está en los proyectos. Para Echeverría la Revolución Mexicana, para AMLO su Cuarta Transformación. Ambos se presentan como la encarnación de una etapa transformacional, los dos requieren de enemigos para reafirmarse.
LEA los encontraría en la derecha y el empresariado, mientras que el tabasqueño ya empieza a cuajar los suyos. Si Echeverría gritó “jóvenes fascistas” a estudiantes de la UNAM, ya Obrador no dudó en catalogar de “neofascistas” a aquellos que lo cuestionan desde las redes sociales.
¿Un mismo final?
No se necesita conocer mucha historia para saber lo mal que terminó el sexenio echeverrista. En ese sentido, es una lástima que AMLO no hable abiertamente de ese periodo (que coincidió con sus primeros años de adulto). Sería interesante conocer por qué tiene la convicción, contra toda evidencia, de que tendrá éxito, cuáles son las razones por las que su neoecheverrismo no acabará tan mal como la versión original.
@econokafka
0 Comentarios