“Democratizar la productividad” es frase reiterada por funcionarios
gubernamentales y protagonista central del Plan Nacional de Desarrollo.
Cuenta, además, con plan propio (Programa Nacional para Democratizar la
Productividad 2013-2018) y, por si fuera poco, un “órgano consultivo y
auxiliar del Ejecutivo Federal y de la planta productiva” (sic): el
Comité Nacional de Productividad. Al menos, ya es consuelo, el
presidente Peña no estableció una Secretaría para la Productividad
(considerando que mucha actividad burocrática es, por definición,
impresionantemente improductiva).
Ciertamente, la política pública debe buscar el liberar toda actividad empresarial (del pequeño changarro a la multinacional) de restricciones, obstáculos y demás problemas que estorban su paso. En otras palabras, en muchas ocasiones el gobierno debe eliminar los estorbos que anteriormente algún conjunto de burócratas colocó en el camino.
No hay duda sobre la trascendencia de aumentar la productividad: hacer más con menos permite elevar crecimiento económico y salarios. El diagnóstico al respecto es demoledor: durante mucho tiempo la productividad ha caído. Sólo el aumento de la población en edad de laborar (lo que permite hacer más sólo porque hay más trabajadores) explica en muchas ocasiones el (pobre) desarrollo de décadas recientes.
Las cifras ponen los pelos de punta: entre 1981 y 2013 el PIB per cápita de México creció un total acumulado de 18.2 por ciento; un promedio anual de 0.52 por ciento. Como si México hubiera pasado una larga guerra (tipo Líbano, que logró 16.7 por ciento). De los 135 países con estadísticas comparables, México ocupa la posición 105 (la estrella es China, con 1,472 por ciento). La tendencia se mantiene: en 2013 dicho crecimiento fue de -0.1 por ciento.
Varias reformas estructurales aprobadas en el último año aumentarán la productividad, destacadamente las realizadas en el ámbito energético, financiero y de telecomunicaciones. Por otra parte, también hubo intentos kafkianos de incentivarla por decreto, destacadamente el Programa para la Formalización del Empleo 2013 (bajo la peculiar premisa de que, obligando a empresas a registrar trabajadores ante el IMSS, éstos se hacían más productivos). Pero esa ocurrencia (que al menos ya no tiene versión 2014) es inofensiva comparada con el impacto negativo de la desaseada reforma fiscal. Si el objetivo del gobierno fuese democratizar la improductividad, su éxito sería rotundo.
Será imposible de saber cuántas horas-hombre perdidas causará la reforma, pero probablemente podrían cifrarse en millones. Horas tratando de entender los cambios relevantes para la situación específica, peleándose con la plataforma del SAT, de colas ante funcionarios del propio organismo, que a su vez han tenido que invertir tiempo incontable para entender los cambios. Y, por supuesto, está el costo adicional en consumo e inversión que está trayendo otro tirón hacia abajo en el crecimiento.
Ese impacto negativo es, evidentemente, para todos las personas y empresas que pagan impuestos. Esto es, los formales, aquellos que se supone son más productivos. Los informales ni se van a enterar del problema. En ese sentido, se está emparejando o democratizando la productividad, pero a la baja.
La democratización en contra de la reforma es, también, impresionante: desde gremios de taxistas hasta el Consejo Coordinador Empresarial piden cambios a la reforma fiscal. Una lástima que la Secretaría de Hacienda anunció hace pocas semanas que no habrá cambios fiscales por lo que resta de la administración. Cabe esperar que, en el tiempo que falta para diciembre 2018, desaparezca ese impulso a la democratización de la improductividad.
Ciertamente, la política pública debe buscar el liberar toda actividad empresarial (del pequeño changarro a la multinacional) de restricciones, obstáculos y demás problemas que estorban su paso. En otras palabras, en muchas ocasiones el gobierno debe eliminar los estorbos que anteriormente algún conjunto de burócratas colocó en el camino.
No hay duda sobre la trascendencia de aumentar la productividad: hacer más con menos permite elevar crecimiento económico y salarios. El diagnóstico al respecto es demoledor: durante mucho tiempo la productividad ha caído. Sólo el aumento de la población en edad de laborar (lo que permite hacer más sólo porque hay más trabajadores) explica en muchas ocasiones el (pobre) desarrollo de décadas recientes.
Las cifras ponen los pelos de punta: entre 1981 y 2013 el PIB per cápita de México creció un total acumulado de 18.2 por ciento; un promedio anual de 0.52 por ciento. Como si México hubiera pasado una larga guerra (tipo Líbano, que logró 16.7 por ciento). De los 135 países con estadísticas comparables, México ocupa la posición 105 (la estrella es China, con 1,472 por ciento). La tendencia se mantiene: en 2013 dicho crecimiento fue de -0.1 por ciento.
Varias reformas estructurales aprobadas en el último año aumentarán la productividad, destacadamente las realizadas en el ámbito energético, financiero y de telecomunicaciones. Por otra parte, también hubo intentos kafkianos de incentivarla por decreto, destacadamente el Programa para la Formalización del Empleo 2013 (bajo la peculiar premisa de que, obligando a empresas a registrar trabajadores ante el IMSS, éstos se hacían más productivos). Pero esa ocurrencia (que al menos ya no tiene versión 2014) es inofensiva comparada con el impacto negativo de la desaseada reforma fiscal. Si el objetivo del gobierno fuese democratizar la improductividad, su éxito sería rotundo.
Será imposible de saber cuántas horas-hombre perdidas causará la reforma, pero probablemente podrían cifrarse en millones. Horas tratando de entender los cambios relevantes para la situación específica, peleándose con la plataforma del SAT, de colas ante funcionarios del propio organismo, que a su vez han tenido que invertir tiempo incontable para entender los cambios. Y, por supuesto, está el costo adicional en consumo e inversión que está trayendo otro tirón hacia abajo en el crecimiento.
Ese impacto negativo es, evidentemente, para todos las personas y empresas que pagan impuestos. Esto es, los formales, aquellos que se supone son más productivos. Los informales ni se van a enterar del problema. En ese sentido, se está emparejando o democratizando la productividad, pero a la baja.
La democratización en contra de la reforma es, también, impresionante: desde gremios de taxistas hasta el Consejo Coordinador Empresarial piden cambios a la reforma fiscal. Una lástima que la Secretaría de Hacienda anunció hace pocas semanas que no habrá cambios fiscales por lo que resta de la administración. Cabe esperar que, en el tiempo que falta para diciembre 2018, desaparezca ese impulso a la democratización de la improductividad.
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