El blitzkrieg reformista de 2013 fue, sin duda, tan transformacional
como extraordinario (aunque la fiscal fue desastrosa en muchos
aspectos). El problema es que aparentemente el gobierno ya declaró una
contundente victoria, y por ende considera que no quedan cambios legislativos trascendentes por proponer en el resto del sexenio. Lo cierto es que, en materia económica, al menos falta una nueva Ley de Inversión Extranjera.
En relativamente poco tiempo ocurrirá lo que parecía impensable: inversión extranjera en los sectores petrolero y eléctrico. El tótem nacionalista fue tan eficazmente derribado que la fecha mítica del 18 de marzo pasó sin mayor trascendencia. Los dichos que respectivamente (y separados a muy buena distancia, por supuesto) hicieron Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador sobre revertir la reforma no tuvieron mayor impacto. El segundo al menos tuvo la gracia de suplir la falta de fuerza con la cursilería, haciendo un “juramento patriótico” al respecto.
Pero mientras que una empresa petrolera foránea podrá extraer crudo, oficialmente un extranjero no puede adquirir dominio directo sobre tierra que se encuentre dentro de una franja de cien kilómetros a partir de la frontera o cincuenta de cualquier playa -no sea que otorgue permiso a los marines estadounidenses de invadir el territorio nacional atravesando su jardín (cuando lo más probable es que busca un lugar para retirarse con sol y arena).
Tampoco le es posible participar en el transporte terrestre nacional de pasajeros, turismo y carga. Desde un camión guajolotero hasta transporte de relativo lujo (incluyendo sándwich, refresco y película de El Santo), dicha actividad empresarial es exclusiva para aquellos cuyo pasaporte tenga en portada un águila devorando a una serpiente. Si quiere intervenir en el transporte aéreo nacional, puede hacerlo, pero sólo con una participación de hasta 25 por ciento. No es de sorprender que ningún extranjero se interesara en tratar de adquirir una cuarta parte (como máximo) de Mexicana de Aviación.
No deja de ser una paradoja que, eliminadas las restricciones en el sector energético que parecían intocables, permanezcan rémoras nacionalistas en otras áreas de actividad económica mucho menos relevantes. Esto aparte, claro, de la rebuscada tramitología e ineficaz burocracia que debe enfrentar cualquier desafortunado mortal no nacido entre el Bravo y el Suchiate para hacer toda clase de actividades personales (para comprar una casa, donde sea, se requiere un permiso de la Secretaría de Relaciones Exteriores) o empresariales. La más reciente ley en materia migratoria logró lo que parecía imposible: transformar un calvario en un infierno que tendría a Dante como cronista. Imposible saber cuántos extranjeros han dejado de venir a trabajar al país ante la imposibilidad de cambiar su calidad migratoria en territorio mexicano (ahora es preciso hacerlo en el país de origen). Si el presidente Obama propusiera algo remotamente parecido, sobre decir que los mexicanos pondrían el grito en el cielo ante semejante crueldad.
La Ley de Inversión Extranjera ya era un anacronismo en el entorno internacional cuando fue promulgada en 1993 (el único consuelo es que sustituyó a la de 1973, que era mucho más restrictiva). Esto es, cuando el Muro de Berlín tenía tiempo de haber sido vendido a miles de turistas como cascajo pintarrajeado. Será definitivamente arcaica cuando se expida la legislación secundaria en materia energética y de telecomunicaciones este año. Una nueva ley en la materia (amén de modificaciones a otras leyes igualmente estorbosas para aquellos que tienen la peculiar pretensión de trabajar en México) es un imperativo que debería ser evidente para el gobierno. Por alguna misteriosa razón, no lo es.
En relativamente poco tiempo ocurrirá lo que parecía impensable: inversión extranjera en los sectores petrolero y eléctrico. El tótem nacionalista fue tan eficazmente derribado que la fecha mítica del 18 de marzo pasó sin mayor trascendencia. Los dichos que respectivamente (y separados a muy buena distancia, por supuesto) hicieron Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador sobre revertir la reforma no tuvieron mayor impacto. El segundo al menos tuvo la gracia de suplir la falta de fuerza con la cursilería, haciendo un “juramento patriótico” al respecto.
Pero mientras que una empresa petrolera foránea podrá extraer crudo, oficialmente un extranjero no puede adquirir dominio directo sobre tierra que se encuentre dentro de una franja de cien kilómetros a partir de la frontera o cincuenta de cualquier playa -no sea que otorgue permiso a los marines estadounidenses de invadir el territorio nacional atravesando su jardín (cuando lo más probable es que busca un lugar para retirarse con sol y arena).
Tampoco le es posible participar en el transporte terrestre nacional de pasajeros, turismo y carga. Desde un camión guajolotero hasta transporte de relativo lujo (incluyendo sándwich, refresco y película de El Santo), dicha actividad empresarial es exclusiva para aquellos cuyo pasaporte tenga en portada un águila devorando a una serpiente. Si quiere intervenir en el transporte aéreo nacional, puede hacerlo, pero sólo con una participación de hasta 25 por ciento. No es de sorprender que ningún extranjero se interesara en tratar de adquirir una cuarta parte (como máximo) de Mexicana de Aviación.
No deja de ser una paradoja que, eliminadas las restricciones en el sector energético que parecían intocables, permanezcan rémoras nacionalistas en otras áreas de actividad económica mucho menos relevantes. Esto aparte, claro, de la rebuscada tramitología e ineficaz burocracia que debe enfrentar cualquier desafortunado mortal no nacido entre el Bravo y el Suchiate para hacer toda clase de actividades personales (para comprar una casa, donde sea, se requiere un permiso de la Secretaría de Relaciones Exteriores) o empresariales. La más reciente ley en materia migratoria logró lo que parecía imposible: transformar un calvario en un infierno que tendría a Dante como cronista. Imposible saber cuántos extranjeros han dejado de venir a trabajar al país ante la imposibilidad de cambiar su calidad migratoria en territorio mexicano (ahora es preciso hacerlo en el país de origen). Si el presidente Obama propusiera algo remotamente parecido, sobre decir que los mexicanos pondrían el grito en el cielo ante semejante crueldad.
La Ley de Inversión Extranjera ya era un anacronismo en el entorno internacional cuando fue promulgada en 1993 (el único consuelo es que sustituyó a la de 1973, que era mucho más restrictiva). Esto es, cuando el Muro de Berlín tenía tiempo de haber sido vendido a miles de turistas como cascajo pintarrajeado. Será definitivamente arcaica cuando se expida la legislación secundaria en materia energética y de telecomunicaciones este año. Una nueva ley en la materia (amén de modificaciones a otras leyes igualmente estorbosas para aquellos que tienen la peculiar pretensión de trabajar en México) es un imperativo que debería ser evidente para el gobierno. Por alguna misteriosa razón, no lo es.
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