El antineoliberalismo triunfa, ¿verdad? (Arena Pública)


Las protestas en Chile son contra el neoliberalismo. La elección de la dupla Fernández (Alberto y Cristina) en Argentina marcó la clara derrota del neoliberalismo. En Bolivia la reelección de Evo Morales es la continuidad de un modelo antineoliberal. El presidente López Obrador proclamó desde su toma de posesión que se acababan los 36 años de oscura era neoliberal, y reitera a la menor oportunidad que su gobierno sigue una política opuesta, que en algún momento le ha dado en llamar “posneoliberal”.
Parecería que un fantasma recorre América Latina, quizá el mundo entero: el antineoliberalismo. AMLO no titubeó en felicitar a Morales a pesar de las acusaciones de fraude electoral, mientras que el primer país que visitará Alberto Fernández como Presidente Electo será México. ¿Se forja un eje antineoliberal entre Ciudad de México, Buenos Aires y La Paz? A días de cumplirse los 30 años de la caída del Muro de Berlín, pierde terreno el liberalismo económico en aras de algo intangible, un “anti”.
 
Liberalismo vs colectivismo
El engaño es formidable. El liberalismo (con el “neo” es exactamente lo mismo) se mantiene como el camino hacia la mejora económica y social. Cualquier nación que fomenta la libertad económica traerá como consecuencia una mejora sus niveles de bienestar, y las economías más ricas del planeta así lo demuestran. El Índice de Libertad Económica que publica la Fundación Heritage es un listado a la riqueza… o a la pobreza.
La lógica a favor de la libertad no es solo demoledora desde la perspectiva económica, sino la política y social. Porque lo contrario es tratar de restringir al individuo en sus decisiones bajo la consideración de que un tercero tiene una superioridad intelectual o moral que le permite imponer su voluntad a otros. No solo se trata del bolsillo, por importante que ello sea, sino de un imperativo moral.
El colectivismo es promovido en la teoría bajo una premisa básica: el bien de muchos debe primar sobre el bien de uno. Se oye bien, transmite un sentido de solidaridad, y que debe combatirse ese egoísmo que daña a la sociedad. Ahí está la raíz para cualquier acción que perjudique a una persona o a un grupo pequeño: se justifica en aras del bien común. Se puede condenar, sin miramientos, al exitoso, al mejor, a aquel que sobresale por cualquier razón, como un abusivo, explotador o egoísta que no piensa en los demás, y que por ende debe ser castigado. Aparte está el problema, mayúsculo, de los que promueven el colectivismo, este en la práctica, bajo otra premisa: la ambición, el egoísmo personal, de poder y ganancia. Enarbolando el bienestar colectivo se aplasta la libertad del individuo, por mantener un control personal o de grupo sobre la sociedad. Es la paradoja final del colectivismo.
Lo que no se considera es lo que hace siglos apuntó Adam Smith: la búsqueda egoísta del bienestar lleva a una mejora en el bienestar de la colectividad. Es contra-intuitivo, no suena bien, pero ha funcionado. Porque además restringe los afanes autoritarios de todos los dictadores en potencia (literalmente aquellos que buscan dictar), al tiempo que premia a los exitosos y mejores de una sociedad.
 
El antineoliberalismo sí existe, y no es grato
El antineoliberalismo existe. En su iteración más reciente llegó de la mano de Hugo Chávez a Venezuela, bajo el llamativo apelativo de “Socialismo del siglo XXI”. Como era inevitable, para mantenerse en el poder tuvo que destruir las instituciones democráticas y mutar a dictadura, ahora con Nicolás Maduro. El autoritarismo chavista tuvo, entre sus muchos llamados autoritarios, una palabra: “exprópiese”. Era el paroxismo de la autoridad mezclada con la arrogancia del verdugo que castigaba al rico por el simple hecho de serlo: te quito lo tuyo porque puedo, y lo repartiré como quiera.
Venezuela o Cuba en el caso latinoamericano deberían bastar para mostrar el desastre del antineoliberalismo. Pero son catástrofes ignoradas por todos aquellos que desean acabar con el liberalismo económico. Siempre hay un pretexto para justificar el empobrecimiento y la dictadura, como es (en ambos casos) hablar de una “guerra económica” por parte de Estados Unidos.
Hay muchos antineoliberales, una minoría efectiva en lo vociferante y agresivo, que saben lo que quieren destruir (y en ocasiones lo hacen, literalmente, en el caso más reciente el Metro de Santiago de Chile), pero nada concreto sobre el qué y cómo edificar. Sus palabras son atractivas, ofreciendo un paraíso en que abundan los “derechos” plenos de adjetivos, como es “digno” (vivienda “digna”, salario “digno”). Ni un atisbo de cómo se pagarán esos derechos que se ofrecen, pero, eso sí, una retórica atractiva para muchos.
Ese discurso atrayente seguirá atrapando incautos, como lo está haciendo hoy. Nunca podrá equipararse la promesa de que se puede lograr mucho con el propio esfuerzo cuando otro ofrece que, por el mero hecho de existir, una persona merece contar con todos los satisfactores para llevar una “vida plena y digna”. El camino sencillo pero que termina en un (oculto) precipicio es más atractivo que el camino claramente duro pleno de recompensas. El camino liberal nunca será fácil de vender, pero hasta el momento es el único. El pretendido momento antineoliberal acabará en llamarada de petate, con suerte, o promoviendo más desastres.

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